CAPITULO XVII
(17)
La citica
(17)
La citica
Después de mucho tiempo
Isadora todavía seguía llamando a Clara Inés, ésta aceptó que se vieran en la
universidad; ¿porqué no vamos a mí casa, queda por aquí cerca? Clara Inés miró el reloj y dijo; pensándolo mejor, tomemos ese café, en una de las cafeterías de
aquí de la universidad; ¡bueno está bien!, ¡como quieras!; cuando llegaron a la
cafetería, Clara Inés pidió una taza de café con leche y lo bebió acompañándolo
de un chocolate; que deleitó comiéndolo gustosa; extraña mezcla, pensó Isadora,
que se tomó sólo un café Clara Inés, la miraba y le sonreía; de lejitos se
podía ver la química que las enlazaba, hablaron alrededor de máximo quince
minutos.
Antes de que Isadora se
fuera; Clara Inés le dijo, sabes me voy a casar ¿a casar? dijo Isadora, disimulando
la sorpresa; ¿supongo qué es con ese muchacho, qué vi el otro día? ; No, es con
un profesor ¿profesor? es que lo conozco hace mucho tiempo y es además amigo de
mi familia y bueno… ¡Aaaa, pues qué
bien!; si me caso en diciembre, pero tú
me puedes seguir llamando y nos podemos tomar un café de vez en cuando, ¡a bueno, me voy, chao!
Isadora se despidió, pero
lo que sintió, fue algo así, como un latigazo que la fustigaba muy dentro; ¡qué
cosa terrible!, ¡no friegue!, dijo y se alejó rumbo a la salida principal,
cabizbaja, pensativa; después, se sintió como los sauces, que sin
gritar lloran, hasta le pareció que su
cuerpo podría tener la similitud de un árbol, cuyas ramas son movidas hora
aquí, hora allá, por corrientes de viento.
Al llegar a su casa,
aunque tenía una tristeza en el alma, pensó; bueno, por lo menos la vi, eso me produce un contento; aunque eso no es
suficiente. Entonces se le dio por escribir
en sus notas, lo siguiente, ¡Ay!, ésta indecisa e incoherente luna que no entiendo, tampoco entiendo ésta lluvia,
que lo arrasa, lo destroza todo, no es
esta luna, ni ésta lluvia lo que quiero.
Pero si, habitas en mi memoria, porque me nombras, si, sé que me llamas a escondidas, como en esa
extraña mezcla de café y chocolate.
Nuestros corazones viven
reunidos, pero sólo una vez, cada cien años, nuestros cuerpos se encuentran
para platicar… ¡No que bobada la mía!, ¡off!, dijo y se quedó en silencio, un
poco rezagada con su memoria, con las cosas que pensaba.
Diego se estrujaba las
manos de frío y caminando por uno de los pasillos, las había visto departiendo,
muy cerquita, la una de la otra; quiso acercarse, después de todo era su novia;
pero se puso a repararlas y vio que era la misma joven del otro día, a Clara Inés los ojos le brillaban.
No se atrevió, porque al
verlas así, le pareció que invadía, como en aquella otra ocasión, un espacio
que no le pertenecía, entonces lo supo, su corazón le dio un vuelco.
Pero, es que además nunca
le hizo el reclamo, por lo del profesor, esperaba que ella se lo dijera; sin
embargo como seguían juntos y no la notaba cambiada, pensó, que aquello podría
haber sido algo pasajero.
Miró el cielo, eran más o
menos, las once de la mañana y al mirarlo, vio, que el sol se hallaba
escondido, era como si de pronto se hubiese sumergido dentro de un espejo
empañado, ya que todo estaba rodeado de una neblina gris, opaca.
Se sentó en frente de una
fuente, a esperar que fuera la hora de
entrar a clase mientras contemplaba el
agua; pensaba, me es imposible no
escuchar este sonido, como un levante de murmullos, o un tañer de campanillas
parecido al roce de las palabras, que se entrelazan, son como plumillas dentro
del aire, hasta el agua parece ser una
materia incorpórea, o algo así.
¡Hay!, no sé qué hacer
con esté devenir de cosas, que fluyen y refluyen, esta Clara Inés que no me dice nada, ¡ay no!,
que vacío tan grande siento y que desesperación en el pecho; ¡hum!, tengo una
clase ahorita.
Sus pensamientos se
vieron interrumpidos, cuando vio a la profesora que se dirigía rápido, hacía el
salón de clases; ¡he quiubo pues Diego!, dijo sin detenerse, éste la siguió, la
mujer era delgada, alta, caminaba rápido, con un movimiento, que tal vez, era
el resultado de una actividad intelectual y física intensa; al entrar al salón
de clases, ya estaba más o menos lleno.
Diego se ubicó en uno de
los asientos, que todavía estaban desocupados,
la profesora se preparó para dar
clases, sus ojos eran negros, éste, se puso de pie y la abordó; profe estoy
inquieto por la clase de ayer, ¿haber qué sería Diego? Me preocupa la cuestión del culto a la
imagen; sea más específico.
Es una tontería, ¿sí qué
es? ¿No, vea, a usted le gustan las
imágenes? ¿Se refiere a la imagen cómo tal? No, me refiero a las imágenes de
los cuadros; ¡Aaaa!, no Diego, en mí casa, casi no tenemos cuadros, yo prefiero
las paredes sin imágenes y mí esposo también; ¿y la imagen, la qué está
relacionada con la palabra, con el
lenguaje?, en ese instante llegaron más alumnos y se le acercaron a preguntarle
cosas, de manera que a Diego, no le quedo más remedio que volver a sentarse.
La profesora inicio la
clase, con el siguiente tema, Diego, la observaba con atención, vamos a hablar hoy de la dialéctica del
salto, que es aquella que tiene que ver
con lo que se podría llamar, la angustia
originaria o la angustia de la nada;[1]
una de las alumnas preguntó; ¿bueno y en qué consiste la, dialéctica[2] del salto?
, en la obra que estamos estudiando, hay una angustia en dirección del destino;
si mire es la angustia que va en dirección de la culpa, que está en la
concepción judía de la religiosidad, es la angustia del bien o del mal, de
todas formas, vemos, como esto, tiene un
carácter fenomenológico; a ya, replico la estudiante.
Diego pensó, pero
también, ¿hay una angustia de la nada o qué se yo?; al terminar la clase, el
muchacho se dirigió a la cafetería y se bebió un tinto y luego se puso a
estudiar, marcó su celular y Amanda le respondió, y le contó, que iba para
donde su amigo Galo; se alegró por ella, de nuevo
se concentró en sus asuntos.
BEATRIZ ELENA MORALES ESTRADA
RADICACIÔN DE ENTRADA 1-2010-26128 Colombia
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