La mamá
Género novela
Parte tres
De cosas
En ese tiempo, según el decir, de esta
tiernísima mujer, mi madre; con la cual converso, de una década de existencia, en este momento del tiempo, de ciento un años y que cuando me
mira; con toda franqueza y sinceridad, me asegura, que en ese entonces, había
una niña. Una niña muy amada. ¿Y quién era? Continúa hablando, contándome, la
niña que yo quería tanto, tanto, que no tenía mamá y tampoco papá, la que
lloraba mucho, mucho; pero yo la aceptaba como era, a mí no me importaba que
llorara. Y una mujer, una vecina me la regalo y me dijo ¿Usted quiere esta
niña? Y yo le dije; si claro; si me la regala yo me quedo con ella. Si. sí, es
a usted, si se la regalo; si es a otra persona no, y como la niña, me quería
tanto, estaba de brazos y se mantenía más conmigo, que con ellos y no la
querían, porque eran muy andariegos y la niña les estorbaba; era una mujer de
tierra caliente, era delgadita, estaba joven, yo no sé quiénes eran ellos; pero
yo creo que a ella, también le regalaron a la niña; digo yo, porque si hubiera
sido hija de ella, no la habría regalado; pero sí; ella me dijo, que a ella
también se la habían regalado ¿Está segura? Muy segura, segurísima ¿Y bueno
quien era esa niña? Sin vacilar un solo segundo, me mira de frente y sus ojitos
se clavan en mí; recuerdo mucho eso; es más, nunca los olvidaré, sin temor, con
la conciencia clara y tranquila y me dice: usted es esa niña, es usted. Luego
como lamentándose, afirma lo siguiente; pero no te quisiste quedar conmigo y te
fuiste con esas mujeres ¿Cuáles mujeres? Esas mujeres de la tierra caliente.
¿Eran fulana y perana? Si, la Raivele y la mamá, la madre y la hija, ya estabas
grandecita, caminador cita y te fuiste con ellas; porque ellas, te tuvieron un
tiempo y luego te devolvieron, dizque porque llorabas mucho, pero yo si te
quería de verdad. Pero te volvieron a traer, y después a lo que ya, te vieron
conmigo en el pueblo, de la mano, me la querían quitar otra vez y así, a cada
rato que nos veían y entonces, yo me la traje, para la casa y después me vine
para Medellín, fue la única manera de librarme de esas mujeres.
De ser cierto eso, en realidad podría
explicar muchas cosas, acerca del comportamiento de todos los demás hijos de
ella hacia mí; siempre supe que estaba fuera de contexto, fuera del contexto
familiar, siempre estuve de más y además que en esta familia, había unos
hombres que jamás aceptaron a esta niña y nunca la quisieron.
Entonces entiendo que la casa de
chambranas verdes, que quedaba también a la orilla de la carretera, muy
cerquita a Oriusucio, era la casa de donde siempre tuve este recuerdo y por lo
cual fue que hice el siguiente poema en prosa a esa mujer, que sin dudas era mi
madre.
Eran las dulces horas matinales,
dibujadas en suaves colores entre pálido y azul.
Si, era la hora en que la madre joven
aún; se entregaba a los quehaceres.
Manos campesinas en sus haberes.
Desgranaba las mazorcas de maíz y con
suavidad quitaba a su vez las cascaras a las redondas papas, pero su rostro de
ojos grandes, se hallaba sumergido en un profundo dolor.
¡Ay de la madre! Que lejana y pensativa
no levantaba los ojos de las talegas blancas, de los talegos de los costales.
Sufría quizás un dolor indescriptible.
Si, eran las blondas horas de la mañana,
verdes chambranas en un balcón de una casita humilde.
Casita orillada junto a una carretera
transitada por carros lejanos y de sonoros ruidos.
Y una niña, una niñita descalza,
jugueteaba de un lado para otro, con un vestidito o franelita de color blanco.
Gateaba ora allí, ora allá, rodeaba a la
madre con sus balbuceos, esa niñita tenía menos de un año y la madre no la
miraba, estaba tan absorta en su dolor.
¡Que de penas! ¡Que pesares hondos!
¿Qué de cosas le embargaban el
pensamiento y le embargaban el alma?
Y las lágrimas rodaban, porque su pesar
era tan hondo, tan hondo.
¿Lloraba la ausencia de un alguien
amado?
Y la mañana avanzaba presurosa,
presurosa hacia un inexorable medio día, y la madre sufría. ¿Por qué?
Y la niña chiquilina, chiquitica
presentía, la intensa hondura del dolor que calcinaba a esa madre joven.
Y las chambranas eran verdes, pintadas
de un dulce color, pero que daban la sensación de un algo lejano.
De un algo imperceptible quizá, si, de
un algo que aún no se comprende, pero que está allí, al filo de la línea de los
ojos, al filo de una garganta que está a punto de romperse y de estallarse
contra el cristal de un cielo en solsticio.
¡Ah! Pero a la niña le gustaban las
chambranas verdes, si, eran verdes como el fulgor del campo al atardecer y sin
embargo dibujaban en su haber todos los colores de los sueños infantiles.
Eran verdes y la madre lejana y ausente
y a su vez tan cercana, tan honda y triste.
Su rostro, bello, blanco…
Y esa niña ya sabía, sin saberlo que su
mamá sufría, sufría…
Y de repente la niña en un dulce
frenesí, llena de amor empieza a caminar a dar sus primeros pasitos ¡Que fulgor
de solecito!
Y es entonces cuando la madre la mira,
la ve y comienza a sonreír; si, feliz, muy feliz de que su nena tan pequeña, ha
comenzado a caminar, a dar sus primeros pasitos.
Entonces la niña en su corazoncito se
regocija, se regocija y sabe que de algún modo, ha ahuyentado a un negro
fantasma.
Y eran las dulces horas matinales y la
madre y la niña ¡Sonríen! ¡Sonríen!
Senderos inconmensurables de la vida.
Y esa niña, esa niña era yo.
Beatriz Elena Morales Estrada© Copyright
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